12 agosto 2002

El discurso del cinismo

En el seno de los Primeros Cursos de Verano que están teniendo lugar en la Universidad Atlántica (Pájara, Fuerteventura), hemos escuchado una interesante disertación de Marcos Magaña, presidente de la Asociación Latinoamericana de Consultores Políticos. La ponencia tenía por título “Cómo decidir la estrategia de una campaña electoral”, y su contenido es acumulable al de la que hoy dictará el mismo orador en aquel foro, “Organización de una campaña electoral”. De estas lecciones (pero, sobre todo, de su escenificación) puede el asistente extraer magníficas conclusiones.

Los consultores políticos forman un gremio relativamente novedoso que adorna nuestra sociedad con sus modales de ejecutivos jóvenes y eficaces, de gente pragmática que está de vuelta de idealismos y planteamientos éticos, porque “a ellos les pagan por ganar elecciones”. Profesionalmente aúpan o intentan aupar al poder a aquél que paga, no a aquel con quien comulgan (si es que comulgan con alguien); en esto se parecen mucho a los abogados venales y a los médicos de cirugía estética, mas con una diferencia: también hay médicos que curan el paludismo a los niños del África ecuatorial; también hay abogados que defienden a los trabajadores maltratados por sus empleadores, o a las víctimas del terrorismo; pero no hay consultores políticos profesionales que no antepongan su paga al ideal de justicia. El consultor político asesora por igual al democristiano y al socialista, porque su oficio no tiene que ver con las ideas, sino con el márquetin. Para ellos, un candidato es un cliente, y una campaña electoral no muy diferente de una campaña publicitaria.

Y es en ese terreno donde escuchamos afirmaciones absolutamente despreocupadas como las siguientes: “el votante no decide su voto por las ideas, sino por las imágenes”; o “el voto nada tiene que ver con la realidad, sino con la percepción”. Así de claro lo tienen, y así lo aseguran, quienes estudian ese fenómeno tan obsceno de nuestro sistema político que son las campañas electorales; quienes, por otro lado, viven de ellas.

Ante tal evidencia, que ya sospechábamos antes de que los profesionales nos lo confirmaran con toda rotundidad, no nos cabe sino preguntarnos si esto realmente se puede llamar estado de derecho o más bien estamos todos sumidos en un cómodo y paternalista régimen oligárquico, plutocrático, que aceptamos porque la extorsión no se nos hace demasiado evidente, o porque la parte que nos llevamos del pastel aparentemente satisface las aspiraciones de la mayoría. Con ellas satisfechas, nos da igual si las de las minorías (y las de las mayorías ajenas al sistema) están insatisfechas o abiertamente desatendidas.

También caben otras preguntas: ¿nuestro sistema político es tan absurdo porque no puede ser de otra forma? Algunos nos resistimos a creerlo, y hay experimentos que nos indican que, sin alejarnos de la moderación, existen alternativas reales (pienso ahora en Portalegre, Brasil). Un tercer interrogante se refiere al paso del tiempo: ¿tanta corrupción es connatural al zoon politikon, o ha habido épocas más felices en que unas elecciones eran realmente unas elecciones, y no sólo un juego mediático? Porque una respuesta afirmativa dejaría abierta la puerta de la esperanza: lo que ha sido, puede volver a ser.

Lo que en el terreno electoral nos explica el señor Magaña desde la complaciente constatación, lo viene denunciando el crítico y pensador Jorge Rodríguez Padrón en el campo de la literatura y de la cultura. El palmense ha publicado en lo que llevamos de año tres libros de ensayo: Narrativa en Canarias: compromisos y dimisiones, texto ampliado de una controvertidísima conferencia tinerfeña; Salvando las distancias, que recoge una colección de artículos publicados en este diario; y El discurso del cinismo, libro del que él sabrá perdonarme tome yo el título de esta columna y en el que este “defensor de causas perdidas” denuncia con gran rigor la superficialidad de nuestra cultura oficial, su improvisación e interesada simplificación, la ausencia de compromiso ético de nuestros intelectuales, su voluntaria carencia de calado, su alianza con el poder... Ya lo advertía severamente Trotski: el intelectual será, entre todos los profesionales, el último en ponerse al servicio de la revolución.

Porque, aun cuando todos somos conscientes de que las afirmaciones del señor Magaña responden a la más contundente realidad, nadie se aparta de ese mundo de corrupción estructural. Nadie decide (ni en la cultura ni en la política) quedarse al margen y utilizar la palabra de una forma creativa y libre, sin ligazón con el poder, como promueve Rodríguez Padrón. Porque lo que él defiende para la literatura se puede defender para la política: la vuelta a la reflexión y a las ideas, y no a la información mera y veloz; el regreso de la ética y el destierro de un pragmatismo en cuyo nombre se nos ha arrebatado nuestra condición de hombres libres y se nos ha asignado la más triste de consumidores; el olvido de las razones utilitarias (nadie más utilitario, por ejemplo, que Ariel Sharon) y el imperio de los principios; el afán por la siembra, y no por la cosecha.

La palabra del político, si lo pensamos despacio, no difiere tanto de la palabra del poeta: es una palabra destinada a transformar el mundo, a conmover y a remover las conciencias con su permanente cuestionar la realidad. Cuando el poeta renuncia a esta sagrada misión, se convierte en lamentable funcionario (vuelvo a Rodríguez Padrón, y a Jorge Oteiza), más o menos municipal, al servicio de la pseudocultura. Cuando el político renuncia a los significados y hace que su discurso gire en torno a los significantes, se convierte en factótum de la oligarquía. O en oligarca. Y ahí estamos, pero no deseamos perder la esperanza de que la situación cambie algún día. Canarias 7.

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