07 octubre 2000

Los caballitos

Ha llegado la feria a Puerto del Rosario, y en su tiovivo Super Ratón persigue a Bart Simpson, y éste al Inspector Gadget. Distintas fases de nuestra infancia e, incluso, distintas infancias se dan cita en el abigarrado carrusel, y los esmaltes brillantes de los coches no parecen sufrir el paso de los años. Son vestigio de un tiempo en que se medía de otra forma la importancia de lo novedoso frente a lo viejo; de un tiempo menos apresurado.

Antaño el ocio de los jóvenes y de los adultos se desgranaba de otra forma. Había una época para la feria, otra para la semana santa o el carnaval, otra para las vacaciones estivales, otra para las navidades... Los períodos dedicados a la diversión se distribuían a lo largo del año conforme nos marcaba el ritmo de las faenas de nuestros padres y del calendario escolar, y sólo en ocasiones especiales, que esperábamos como agua de mayo, era puesta a prueba nuestra capacidad de sorpresa. Uno de esos momentos especiales era la feria. Y, dentro de la feria, el de montar en los caballitos.

¿Cuántas veces no les habremos llorado a nuestros padres para que nos dejasen montar una vez más en los caballitos, con una insistencia que amenazaba con arruinar su presupuesto mensual? Si por fin accedían, lo difícil luego era decidir en cuál de aquellos artefactos móviles y mágicos íbamos a invertir la moneda conseguida después de tanto trabajo: la libertad de elegir siempre exige una renuncia. Y así también aprendíamos.

La feria viene de un pasado en que la vida estaba sujeta al ritmo de las estaciones, compuesta, por consiguiente, por una sucesión más o menos razonable de sacrificios y alegrías. Hoy, desde chicos, disfrutamos a lo largo de todo el año de distracciones sin cuento, de las que nos aburrimos sin remedio al poco de gastar su novedad. Liberados casi completamente del contrapeso del esfuerzo en el estudio y en el trabajo y sometidos, en cambio, al vértigo del mercado, valoramos los objetos de nuestro ocio únicamente por su precio y por su adecuación a las modas.

En la feria, sin embargo, sobrevive algún jirón del viejo espíritu: padres e hijos tiran con carabina, ganan peluches, juegan en la tómbola y montan en los coches chocones, envueltos en el aroma mestizo y popular del chorizo y los churros humeantes. Disfrutan con las mismas atracciones que conocieron sus padres y sus abuelos. No existe la moda en la feria. No existen las prisas. Los caballitos siguen girando y siguen siendo nuevos. Canarias 7 Fuerteventura.

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