24 marzo 2002

Sobre la gestión cultural en Fuerteventura

En el transcurso de una reciente tertulia en Radio Archipiélago en que se discutió acerca del estado general de la cultura y su gestión en la isla, quedaron bajo el coleto varios asuntos. Los contertulios, cordiales pero tal vez demasiado militantes, nos perdimos en las facetas más políticas o generales de un fenómeno que, desde estas líneas, hemos denunciado a menudo y seguiremos denunciando como factor de subdesarrollo, un factor especialmente dañino en el campo de la cultura: el nacionalismo. En el tintero quedaron otros fenómenos que caracterizan la gestión cultural en las instituciones majoreras y que exponemos aquí con la intención de prolongar un debate que nos parece saludable.

Uno de ellos, quizá el principal, es la confusión del objeto mismo de que se trata. Nuestros gestores culturales incluyen en su campo de acción, ya demasiado vasto por sí solo, manifestaciones que no le corresponden. Diferenciar entre arte y artesanía, o entre literatura y subliteratura, por ejemplo, clarificaría mucho las respectivas labores de salas de exposiciones y servicios de publicaciones. Separar los talleres de animación social de las jornadas más o menos académicas también ayudaría.

Un ejemplo de la indefinición que afecta a las políticas culturales majoreras lo proporciona la iniciativa del Ayuntamiento de Puerto del Rosario en materia de escultura pública. Es conocida la postura al respecto del concejal de Cultura, que defiende dos líneas de escultura: una fácil y otra difícil o, en otras palabras, una serie de obras muy deficientes pero fácilmente interpretables o consumibles por el público menos formado, por ser plenamente figurativas, y otra serie con mayores aspiraciones de cosmopolitismo y originalidad, que coloca el listón donde se supone debería estar. En resumidas cuentas, existe en la concejalía la voluntad de que los que no entienden vayan aprendiendo y los que entienden puedan disfrutar de obras más sofisticadas. Pero entre las competencias de un departamento de Cultura, no nos equivoquemos, no está la de educar al pueblo. Sí está la de ofrecerle cultura, y especialmente aquellas manifestaciones artísticas que, dejadas al albur del mercado, por su nula rentabilidad quedarían fuera del alcance del público. Para educar está el Bachillerato, y esto es competencia de Educación, no de Cultura.

De igual forma, se habla de talleres de trabajos manuales como si de cultura se tratase, y de espectáculos baratos de cabaré como si fueran teatro. Se presentan colecciones más o menos ordenadas bajo la etiqueta de museos (y, hablando de museos, no podemos dejar de insistir en recordar al Arciprestazgo que el Museo de Arte Sacro de Betancuria permanece en un estado vergonzoso de carcomido abandono). Se llama artistas a quienes no son sino artesanos, y a veces ni siquiera como tales valiosos. Y es que no todo es lo mismo, y el servicio a la ciudadanía no se ve precisamente favorecido por la confusión.

Entendámonos: no sólo hemos de tener ópera, poesía lírica y arte abstracto en nuestros programas. El cursillo de macramé no sólo se puede, sino que se debe efectuar, sólo que a eso no se le llama cultura, sino animación social, y pertenece al ámbito de Asuntos Sociales. Los monólogos soeces y mal pronunciados por Antonia San Juan son aceptables (me aseguran) pero, en cualquier caso, si no queremos ofender a la verdad no podremos calificarlos de arte, sino de espectáculo (y zafio). Se pretende homenajear al podenco canario con una estatua inane aunque, desde luego, no merecedora de mutilación por parte del vándalo que la convirtió en homenaje al perro de San Roque; pero el mejor homenaje sería una mejor protección contra los malos tratos y el frecuente abandono de animales por parte de sus dueños, y no una estatua que nada aporta desde el punto de vista artístico: el mundo canino suele ser competencia de los departamentos de Ganadería, y no de los de Cultura. Cuando una institución le paga al autor o a una editorial la publicación de un libro no está editando, sino patrocinando; lo cual es muy correcto, pero no se llama edición. Una biblioteca sólo es digna de su sagrado nombre si existe un catálogo racional y gracias a él podemos encontrar los libros en sus estanterías; si no, será más propio hablar de un almacén de libros, que sin duda supone para ellos un destino mejor que el vertedero.

Una de las causas más evidentes de la ausencia de criterios claros que comentamos es la escasez de personal con formación suficiente en los diversos campos de eso que llamamos la Cultura: en arte, en ciencias, en museos, en biblioteconomía, en edición y en gestión cultural. Generalmente quienes administran nuestra cultura proceden del campo de la administración, son funcionarios sin posibilidad ni obligación de gestionarla como Dios manda. También hay que decir (y es aquí donde entran una vez más el pernicioso filtro nacionalista y el nefasto clientelismo) que demasiados responsables políticos creen equivocadamente que favorecen lo de aquí cuando, frente al trabajador foráneo, reservan los puestos de las administraciones públicas para los majoreros de origen, independientemente, y esto es muy grave, de su formación. A casi todos nos consta que así sucede. Y así condenan a majoreros y forasteros a la mala gestión de sus recursos culturales y, todo sea dicho, a una ineficacia administrativa general más allá de lo verosímil. Los buenos funcionarios, que hay muchos, sabrán reconocer estos vicios.

Para editar bien hacen falta técnicos editorialistas, sin los cuales un servicio de publicaciones no es propiamente tal. Para racionalizar una biblioteca son necesarios bibliotecónomos, para un museo gente de Museística y para una sala de exposiciones un galerista o comisario con suficiente experiencia. La prueba de que esto es una clave importante es que uno de los mayores e indiscutibles logros en el ámbito cultural, la política de estatuaria pública en la capital y, en particular, el I Simposio Internacional de Escultura, pese al exceso de improvisación en éste y a las luces y las sombras que presenta la primera, ha sido posible cuando el Ayuntamiento de Puerto del Rosario y el Cabildo se han hecho asesorar por alguien entendido en la materia.

En demasiadas ocasiones, por otra parte, los responsables políticos del área de Cultura de las distintas instituciones tienen mucho más de políticos que de cultos. No dan la talla porque su formación no se corresponde con ese área; ni, en ocasiones, con ninguna. Conocemos bien las excepciones, pero el panorama insular es desalentador en ese sentido. Por otro lado, las áreas de Cultura de las instituciones suelen tener la triste condición de apéndice: nadie es consejero o concejal de Cultura, sino de Obras Públicas y Cultura, o de Turismo y Cultura, o de Educación, Deportes y Cultura. Y el motivo no es la reducción de gastos (no seamos ingenuos), sino la auténtica consideración de área menor que la Cultura sufre; y esta consideración, por desgracia, no es sólo característica de Fuerteventura.

No se resuelven las carencias ni los desórdenes de la noche a la mañana. Fuerteventura está aún amaneciendo tras una oscura y multisecular noche de abandono. Está saliendo de ella muy deprisa y, como en otros aspectos, en la gestión cultural hay desajustes. Sólo un espíritu crítico, bien fundamentado y sin prejuicios puede abonar el terreno para las mejoras; sin crítica ni contraste de opiniones, esas mejoras resultarán superficiales, eternamente provisionales o simplemente falsas. Canarias 7 Fuerteventura.

1 comentario:

Anónimo dijo...

http://fuerteventuralimpia.blogspot.com

Nuestra isla no está en venta